La velocidad no siempre es mejor

Vivimos en una época donde la velocidad parece ser un valor fundamental. 

Responder un mensaje al instante, hablar rápido, realizar múltiples tareas al día o leer solo resúmenes en lugar de libros completos se convirtieron en indicadores de productividad y eficiencia. Esas características, incluso, las glorificamos como si fueran el único camino al éxito o a una vida valiosa.

Sin embargo, la velocidad no siempre es sinónimo de inteligencia ni mucho menos de calidad.

Cuando aceleramos constantemente, corremos el riesgo de perder la conexión con nosotros mismos. Perder la capacidad de estar presentes, de disfrutar el momento y de profundizar en lo que hacemos. 

Un simple ejemplo: ver a alguien respondiendo un mail o mensajes mientras camina rápido por la calle. Esto me lleva a cuestionar: ¿valoramos realmente el aquí y ahora?

Esta necesidad de ir rápido no solo proviene de nosotros, sino también de afuera. De una sociedad que premia la productividad constante y nos impone ritmos acelerados a través del trabajo, la tecnología y las redes sociales. Se nos motiva a optimizar cada instante, cuando el verdadero desafío es aprender a disfrutarlo y valorarlo plenamente.

Para mí, la lectura es una forma de reconectar con la lentitud. Me obliga a bajar el ritmo, a estar presente y a saborear el proceso. Esa pausa es fundamental para nuestro bienestar.

Ir más despacio hoy puede entenderse como un acto de cuidado personal. Es un acto de valentía. Somos nosotros quienes debemos establecer límites y decidir hasta dónde queremos llegar.

Si hay veces que sentís culpa o ansiedad por no mantener el ritmo acelerado que parece exigir la sociedad, recordá que optar por un camino distinto puede ser una forma poderosa de escucharte y cuidarte. 

Nadie más que vos habita en tu cuerpo y mente, por lo tanto, nadie mejor que vos puede elegir el ritmo que necesitás.

Te invito a pensar: 

¿Qué cambiaría en tu vida si te dieras permiso para ir más lento?

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