Estar disponible no es lo mismo que estar presente
Desde hace un tiempo, nos hemos acostumbrado (y casi sin notarlo, normalizado) la realidad que nos toca transitar: hoy, todos estamos conectados todo el tiempo.
Es tan simple estar al tanto de las tareas, responder mensajes mientras caminás, cocinás o hablás con alguien más. Sentirte mal si tardás en responder un mensaje aunque estés ocupado o simplemente no tengas ganas de hablar.
Interrumpir lo que estás haciendo (ya sea comer, trabajar o descansar) para contestar un mail “urgente” que, en realidad, podría esperar.
Tener conversaciones simultáneas en diferentes chats y tratar de no quedar mal con nadie.
Revisar el celular cada pocos minutos “por si alguien escribió” o “por si se te pasó algo importante”.
Respuestas rápidas, sin pensar, solo para sacártelo de encima... Y muchas veces, después, quedarte con la duda de si respondiste.
La autopresión de contestar empáticamente, incluso cuando estás cansado, sin energía o simplemente desconectado.
La culpa por dejar mensajes sin responder, como si eso dijera algo malo de vos.
El estrés cuando se te acumulan mensajes o mails, como si eso fuera un termómetro de tu valor o eficiencia.
La lista podría ser infinita. Y, en el fondo, todo se reduce a esto: no paramos de dar señales de vida todo el tiempo.
Como si tuviéramos que estar constantemente demostrando que seguimos ahí.
Que no desaparecimos, que no nos pasó nada, que no estamos enojados, que no estamos ignorando a nadie.
Como si el silencio dijera más que mil palabras.
Como si cada mensaje sin responder dejara un espacio peligroso donde el otro pueda imaginar cualquier cosa.
Y entonces respondemos, incluso cuando no queremos, solo para evitar la incomodidad del malentendido.
Para que no se preocupen, para que no se enojen, para que no nos olviden.
Como si estar en línea fuera sinónimo de estar disponibles… y de estar bien.
Pero eso no significa que estemos presentes.
Estar disponible es fácil; nos lleva unos minutos responder, ¿verdad?
En cambio, estar realmente presente, en cuerpo y cabeza, ya es otra cosa.
Requiere atención, ganas, silencio incluso.
Requiere estar para un otro con todos los sentidos. Es más laborioso, aunque a veces no nos demos cuenta tan fácilmente.
Incluso, en muchos casos, te va dejando sin batería, dependiendo de quién esté enfrente.
Porque estar para otros no siempre significa estar para vos. Implica una renuncia.
Muchas veces, en ese intento de no fallarle a nadie, terminás fallándote a vos mismo.
La energía que repartís para responder, sostener o cumplir rara vez vuelve en la misma medida.
Y en un mundo donde todo interrumpe, donde todo suena, vibra, avisa o reclama, estar de verdad con alguien, y me refiero a estar en calidad, se volvió un acto casi rebelde.
Rebelde porque va en contra de la corriente, de la urgencia, del “respondo mientras hago otra cosa”, del “te escucho pero miro el celular”.
Rebelde porque implica frenar, sostener una mirada, una palabra, un silencio.
Porque no solo es estar ahí, sino decidir quedarse ahí, sin dividirse, sin disociarse, sin escaparse mentalmente a lo que viene después.
Estar con alguien (de verdad) es también estar con uno. Es un gesto íntimo de reconexión.
De volver a tu centro, de sincronizarte por un rato con lo que pasa en ese instante: lo que sentís, lo que necesitás, lo que el otro trae.
Es un modo de volver a tomar las riendas de eso que vive en la cabeza, pero también en el cuerpo y en las emociones.
Como si por un momento pudiéramos pausar el ruido, bajar el volumen del afuera y habitar una presencia completa.
Por unos minutos, elegir estar.
Y creer, aunque sea por un rato, que tenemos ese control: el de la presencia.
¿Cuándo fue la última vez que estuviste realmente presente con alguien?